Mi hija comenzó a caminar exactamente a los nueve meses. Según decían los libros y las revistas, lo más habitual era que primero empezase a gatear para luego poco a poco ir cogiendo confianza y empezar a andar. Pero mi hija no siguió las indicaciones, pasó de estar sentada a ponerse de pie con ayuda de nuestras manos y lanzarse a correr por el pasillo, lo tenemos documentado en vídeo, fue realmente alucinante verla tomar la curva del pasillo como si redujera la marcha para luego enfilarse de nuevo rumbo a la cocina a toda velocidad.
Dicen que la velocidad sin control no sirve para nada, y el exceso de velocidad nos llevó a sufrir algún que otro accidente. Su primer cabezazo contra el suelo hizo un ruido espeluznante, o por lo menos eso nos pareció a nosotros. Todo sucedió en cosa de segundos, la niña estaba con mi pareja y por lo visto, el peso desproporcionado de su cabeza, hizo que su carrera terminara dándose de bruces contra el suelo.
Yo me encontraba en la sala de estar, usando el ordenador, cuando escuché un fortísimo ¡CLONC! y a continuación la voz de mi pareja gritando: ¡SANGRE! ¡SANGRE! ¡SANGRE! Me levanté de un salto y salí al pasillo donde mi pareja corría arriba y abajo con la niña en brazos. Mi primer diagnóstico fue pensar que mi pareja había perdido la cabeza ¡SANGRE! ¡SANGRE! ¡SANGRE! Al verme aparecer, me soltó a la niña en los brazos y salió corriendo tapándose la boca con la mano. Según me explicó luego, le había entrado una especie de ataque de pánico.
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Yo, también me asusté, pero manteniendo un poco más la calma, inspeccioné durante un par de segundos a la niña que no dejaba de llorar y efectivamente tenía sangre en la boca, así que la llevé al baño y le limpié con agua.
Al parecer se había mordido la lengua al darse con la barbilla en el suelo y se había hecho una pequeña herida. ¡Hay que ver lo escandalosa que es la sangre! Una vez se tranquilizó un poco la niña, me fui con ella en brazos por la casa en busca de su madre, a la que encontramos sentada en la cocina tapándose la boca y moviendo la cabeza como si estuviera a punto de ponerse a llorar. ¡Vámonos corriendo al hospital! Repetía sin cesar con voz dramática.
Carreras a urgencias
He de reconocer que no me gustan demasiado los hospitales, me imagino que como a todo el mundo, pero yo además soy de esos a los que le cuesta ver el momento de ir a uno. Muy grave tiene que ser lo que haya sucedido para que no piense que me puedo apañar solo con los primeros auxilios que nos enseñaron en los boy scouts o pidiéndole consejo a mi amiga la farmacéutica. Cuando se trata de uno mismo resulta relativamente fácil evaluar la gravedad de un accidente, pero cuando se trata de un bebé el asunto se complica. ¿Le habrá causado el golpe daños cerebrales? Por si acaso llamamos por teléfono a una amiga que es médico y nos dijo que tuviésemos a la niña en observación. Dijo que si notábamos algún síntoma extraño durante las siguientes cuarenta y ocho horas entonces la debíamos llevar urgentemente al hospital. ¿Cuarenta y ocho horas? ¿síntomas extraños? Nos indicó que debíamos tener en cuenta síntomas como atontamiento, somnolencia, vómitos repetitivos, dolor de cabeza… Mientras hablaba mi pareja con la doctora, me di cuenta de que la niña se había quedado dormida en mis brazos, así que al colgar el teléfono, asustadísimos, nos fuimos pitando para urgencias.
En esta ocasión, no sucedió nada más aparte del susto y de la herida en la lengua, pero desde entonces mi pareja y yo encontramos un nuevo tema del que discutir cada vez que teníamos algún percance leve con en el bebé, pues yo era partidario de no llevarla al hospital directamente y ella de hacerlo de inmediato.
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Tranquilo, ¡Respira!
No podemos proteger a nuestros hijos todo el tiempo y los accidentes tarde o temprano suceden. Tropezarse, caerse, cortarse o quemarse son parte de la educación que necesitamos para aprender a cuidar de nosotros mismos el resto de nuestras vidas. Si no aprendemos que el fuego quema o que los cuchillos cortan, tampoco aprenderemos a respetarlos y a utilizarlos con cuidado. Nadie nos prepara para ver sufrir a nuestros hijos, y mucho menos para la sangre, pero debemos ser conscientes de que nuestra manera de reaccionar, va a afectar directamente al comportamiento del bebé frente a este tipo de situaciones. Si os fijáis, la mayoría de niños, cuando se caen al suelo o se dan un golpe en la cabeza, observan inmediatamente la expresión en la cara de sus padres, pues ellos son incapaces de evaluar la gravedad de los hechos. Para ellos no hay nada más importante que ver que nosotros estamos seguros de lo que hacemos. Si nos ven actuar con tranquilidad entenderán que nada grave ha sucedido, y les ayudaremos a reaccionar con más calma ante este tipo de situaciones, sin embargo, si gritamos o ponemos cara de susto, les transmitiremos nuestro miedo y probablemente, se pongan a llorar nerviosos.
Un día, cuando mi hija ya había aprendido a hablar, llevé a cabo un experimento para comprobar la influencia que los padres tenemos sobre nuestros hijos, pues vino hacia donde yo estaba con cara de susto y la mano en la cabeza. Se había dado un golpe con la punta de una mesa y preocupada, quería saber si tenía sangre, así que mirándome fijamente a los ojos, quitó despacio la mano de su cabeza y preguntó con voz temblorosa: ¿Qué tengo? Yo al ver que no tenía absolutamente nada decidí poner en marcha mi experimento y puse mi peor cara de terror, como si acabara de ver algo horripilante en su pequeña cabeza.
Inmediatamente ella se puso a llorar a moco tendido y a preguntarme gritando: ¡Qué tengo! ¡Qué tengo! A lo que yo, entonces sonriendo le contesté: ¡Un piano de cola, hija, un piano de cola!
Extracto del libro: “Guía urgente para el padre primerizo”.
Editorial Larousse. Texto y dibujos originales de Rafa Esteve. Todos los derechos reservados.
- 197 páginas y 32 ilustraciones.
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